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COLUMNAS

Según el cristal…

De memoria

Carlos Ferreyra Carrasco

En los primeros años de la Revolución Cubana, infinidad de simpatizantes se sumaron a determinadas actividades y entre ellos, se colaron muchos vivales de esos que decía el recordable periodista chileno Sergio Pineda, que estaban con ese fenómeno político social, “pero nunca gratis”.

Por allá por La Habana fue a parar Alfonso Arau que prontamente se hizo de un nombre en la precaria televisión cubana.

Los programas exitosos, los que dieron fama y fortuna a los actores caribeños, como La Tremenda Corte y muchos teleteatros, salieron del país o por su contenido se fueron sustituyendo.

A Alfonso le correspondió esta etapa, que llevó a buen puerto hasta que se cansó principalmente de la intromisión e improvisación de los dueños del sistema.

En México mientras hacíamos Cada Noche… un joven director de cámaras laboraba con El Chapulín. Usaba en ese exitoso programa todos los trucos que le permitía la aún precaria tecnología.

Así y todo, le bastaba mover una palanca, apretar un botón, para reducir el tamaño de los actores, darles vueltas, hacerlos volar y muchas otras gracias.

En Cuba, Arau debía acudir a métodos rudimentarios y si, por ejemplo, quería hacer girar una escena, un escenario, preparaba una cámara, la montaba en una vigueta donde colocaba un dispositivo apropiado.

Las cámaras pesaban de tal manera, que el operador se subía a un escalón mientras un achichincle lo empujaba, lo jalaba, según indicaciones del camarógrafo, que con unos audífonos recibía las instrucciones del Floor Manager, o director de piso.

Un individuo imprescindible en los programas, principalmente los que permitían público presente, era el que jocosamente llamaban Gerente de Aplausos.

Ademas de indicar al público cuándo debía estallar en ovaciones, tarea que acataban los espectadores, el hombre era responsable de conseguir toda suerte de objetos, personas, animales, lo que de acuerdo con ciertos programas era necesario.

Nuestro gerente de aplausos era un joven muy fortachón que apareció de la nada. Nunca pensamos en cómo llegó, de dónde y quién lo contrató. Lo cierto es que si le pedías un elefante para las seis de la tardé, llegaba puntual con su animalote.

Igual funcionaba con objetos inanimados y, repito, con personas. Si el tema era el petróleo, se ilustraba con entrevista y presencia del Charrito Pemex, un señor de edad madura con las piernas en un marcadísimo arco.

Nunca lo presentamos en nuestro programa, lo cito como muestra de las habilidades de los encargados de esa minusvalorada actividad, sin la cual un programa no valía cacahuates.

En la parte trasera de las instalaciones se localizaban almacenes de donde obtener mobiliario de cualquier época, algún vehículo antediluviano, carretelas y hasta motocicletas.

Eso permitía armar cualquier escenario, variarlo de programa en programa, aunque por motivos de utilidad, se diseñaba el foro y se mantenía igual durante la vigencia de un programa.

Poca costumbre de enfrentar las cámaras las grabaciones iniciales del programa de Spota muchas veces debieron repetirse porque el invitado, político nivel secretario de Estado, académico renombrado, miraban fijamente el foco rojo del lente y no articulaban palabra.

Relativamente poco difundido el uso de la TV por entonces repleta de teleteatros y divertidos programas carperos, a la gente común le provocaba terror.

Así, vimos a un ministro balbuciente, con lagrimas en los ojos, que debió sustituirse por alguna cápsula que muy previsor, alistaba Héctor Anaya.

En las escenificaciones callejeras, cuando los desprevenidos actores participantes miraban la presencia de cámaras, el gesto normal era taparse la cara, sonreír como idiotas y salir corriendo.

En la calle de Vallarta caminaba una joven bonita con p un cuerpo más que espectacular. Al cruzarse con algún joven le decía simplezas como “qué guapo”.

Algunos se aventaban. Otros la miraban o la admiraban y seguían su camino. A los que se mostraban atrevidos, discretamente se les señalaba al camarógrafo.

El audaz conquistador perdía el paso, comenzaba a caminar casi con las rodillas pegadas y dando la espalda a la grabación, todavía usaba una mano para cubrirse el perfil.

Era la cámara la que atemorizaba a la gente. Muy pocos de los entrevistados, sentados en cómodo sillón, mesa de centro por medio y frente a Spota y Lolita Ayala, pasaban la prueba de inmediato.

Me fastidia, hoy, ver a tanto clon de Frankstein pontificando en las redes, hablando de temas que no entienden y con la convicción de su galanura y su inteligencia. El comentario es válido para camiones, tranvías y trolebuses…

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