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COLUMNAS

EL PRESIDENTE Y EL VÉRTIGO DE LA DESTRUCCIÓN

Paola Carmona

Óscar Wilde en su obra Salomé describe el vértigo de una pasión que destruye lo que no comprende, lo inasible. La princesa judía es amada por un joven sirio que resulta ser un príncipe, y deseada por su padrastro, Herodes Antipas, Tetrarca de Judea, pero ella se enamora de Juan el Bautista, quien ha sido apresado por éste último y cuya voz anuncia la venida del Mesías y denuncia a Herodías -madre de la propia Salomé-, por adúltera. Cuando la princesa tiene frente así al iluminado, al igual admira que teme su cabello, sus ojos, su cuerpo. No entiende lo que dice, pero cuando la desdeña no hay punto de inflexión, decide que su boca ha de ser suya a costa de lo que sea y que entre ambos no puede interponerse nada ni nadie, ni siquiera el príncipe sirio que la ama hasta el punto de quitarse la vida frente a sus ojos, que no tienen más miradas que para el profeta.

El clímax se alcanza cuando Salomé acepta bailar La danza de los siete velos, una escena en la que se mueve con frenesí, pero siempre distante, absorta en su obsesión y ajena a la sangre siria que moja sus pies, a las prohibiciones de su madre o a la apenas disimulada lascivia de su padrastro, quien, en agradecimiento al baile, le jura hacer realidad cualquier cosa que ella desee, llegando a ofrecerle la mitad de su reino, pero Salomé se conforma con pedir lo único que no puede obtener por sí misma: la cabeza de Juan el Bautista. Y a pesar de la repulsión y el miedo que le causa a Herodes el dar muerte a un hombre justo, éste al fin cede al capricho, en atención a su juramento. Así, en un momento sobrecogedor, cuando la princesa esperaba gritos y lamentos de Juan, éste calla estoicamente frente a su verdugo quien, una vez terminada la tarea, le entrega el premio codiciado: la cabeza del Bautista en una bandeja de plata. Ella la toma con reverencia y en su arrebato afirma que si en vida sólo recibió desprecio de Juan, es en la muerte que su cabeza le pertenece y al besar sus labios exclama: “-¡Ah! Yo he besado tu boca, Jokanaán. Yo he besado tu boca. En tus labios había un gusto amargo. ¿Era el gusto de la sangre? Pero quizás era el gusto del amor… Dicen que el amor tiene un gusto amargo… ¿pero qué importa? ¿Qué importa? Yo he besado tu boca, Jokanaán”.

En las últimas semanas, el presidente López Obrador nos ha regalado una muestra de la danza que sostiene con sus obsesiones, que oscilan entre el alarde de su popularidad, la próxima elección de seis gubernaturas, la inauguración del aeropuerto Felipe Ángeles, los procesos de revocación de mandato, y de reforma eléctrica, la nacionalización del litio, el juego de la sucesión entre Sheimbaum, Ebrard y López, la iniciativa presentada esta semana reforma electoral -siete de manera enunciativa, más no limitativa-, y con ello pretende ocultar entre los velos la descomposición económica con su inflación ramplante, la cancelación de inversiones, los amagos a la libertad de expresión, la muerte de los niños con cáncer por falta de medicinas, la muertes de la pandemia, las denuncias de corrupción de familiares y colaboradores, el descontrol político en los estados, la infiltración del narco en la política y la sociedad, la ideologización del modelo educativo de educación básica y media básica, la polarización que se profundiza con la ubicación de los diputados de oposición como traidores a la patria, las declaraciones de Trump acerca de su sumisión…

Sin embargo, resulta más preocupante todavía la relación tóxica que el titular del Ejecutivo sostiene con las mujeres, la cual oscila entre el discurso trasnochado del “ángel del hogar” -para achacarnos los cuidados familiares-, el ataque verbal -con las críticas a las feministas- e institucional -con la desaparición de políticas públicas y programas como las estancias infantiles, las escuelas de tiempo completo- y sobre todo, la indiferencia ante el aumento de feminicidios y la trata de personas. Pareciera como si quisiera borrar la existencia de aquello que le estorba a su discurso y a su popularidad, de lo que en su ineptitud no puede asir. Y le resulta cómodo el silencio o la dispersión de las voces en el discurso público cuando se revictimiza a las desaparecidas, explotadas y asesinadas con detalles acerca de su apariencia y de la vida privada de ellas y sus familias al realizar el trabajo que debería hacer el Estado; o la normalización el feminicidio de veinte mujeres y la desaparición de catorce niñas y niños diarios.

La negligencia y el abandono también matan porque son una invitación abierta a la violencia y a la impunidad. Este gobierno danza con la vida de las mujeres como Salomé con la cabeza de Juan el Bautista y todos hemos quedado con el sabor amargo de la sangre en la boca. Parece que no podemos sustraernos del designio wildeano: “los hombres matan lo que aman” porque ante casos como el de Debannhy Escobar nuestra fragilidad se ve inmersa entre la oquedad del desamparo y el vértigo de la destrucción.

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