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COLUMNAS

Libertad de expresión bajo asalto: Una línea de tiempo que se remonta al siglo XIX

Paola Carmona

El Mexicano, es un pueblo acostumbrado a la ignorancia y al silencio. Mucho tiene que ver nuestra herencia colonial en la cual, a golpe de ordenamientos como las Leyes de Indias, se encauzaba lo que debíamos o no saber. Basta echar una mirada a las quince leyes del Título 24 de su Primer Libro para conocer el control que ejercían las autoridades virreinales a fin de decidir qué publicaciones podían imprimirse o introducirse en Nueva España, cuál debía ser su contenido, y las medidas que debían tomar si encontraban libros no autorizados o prohibidos por la Corona o la Inquisición. Estas disposiciones no se cumplieron siempre a cabalidad, gracias a las argucias comerciales, a la creatividad y curiosidad de libreros, escritores, periodistas y lectores, lo que no obstó para que, a más de un siglo de distancia, Carlos María de Bustamante expresara: “No sé cómo no hemos rebuznado en tres siglos según las trabas que se ha puesto a nuestra razón; nos hemos excedido sabiendo lo poco que hemos alcanzado”. 

La libertad de expresión se convirtió durante el siglo XIX en brega y propósito para periodistas, escritores y políticos, así como en la razón para acallar a opositores de presidentes y sus regímenes. El Decreto de las Cortes de 10 de noviembre de 1810 que establece la Libertad Política de Imprenta expedido en plena discusión del Constituyente de Cádiz, abría nuevos horizontes y mayor libertad, que sería confirmado por esa Carta Magna en 1812. Sin embargo, en nuestro territorio no tuvieron la vigencia deseada, toda vez que el Virrey Venegas consideró que en España no se tenía una idea clara del inicio e impacto de nuestra lucha independentista y decidió no aplicarlas. Con ello, se inició una costumbre que perdura hasta la actualidad: Las Leyes Fundamentales garantizan la libertad de expresión, pero quien detenta el poder la limita a golpe de leyes o decretos. Así sucedió en nuestros primeros años de vida independiente con Agustín de Iturbide, Anastasio Bustamante, Vicente Guerrero o Manuel Gómez Pedraza. 

Sin embargo, Antonio López de Santa Anna se convertiría, sin duda, en el epítome de los excesos de poder en contra de la libertad de expresión al emitir la Circular de 8 de abril de 1839, en la cual se declaraba que los levantamientos militares y el desorden social que prevalecían en ese momento encontraban en el ejercicio de la libertad de expresión su causa principal, debido a que al gozar de un “procaz libertinaje”, los periodistas procuraban “hacer dudosa la legitimidad o conveniencia de todo sistema constitucional y legislativo, atribuyendo a los depositarios del poder una constante tiranía, y concitando al pueblo a la desobediencia y rebelión” por lo que autorizó en su contra medidas como cateos de casas, arrestos, imposición de multas y hasta un mes de obras públicas o dos de prisión, sin perjuicio de poner a los delincuentes a disposición de los jueces respectivos en los casos que así lo exigiera la naturaleza de las faltas o delitos. Es decir, antes de someterlos a un juicio, se les aplicaba el castigo, en violación flagrante a las formalidades esenciales del procedimiento.

Esta circular era particularmente virulenta contra los colaboradores de los periódicos de la Ciudad de México, ya que en opinión de Don Antonio era “indudable que bajo el nombre de oposición han establecido un sistema permanente de anarquía y subversión, con que ofendido la moral pública insultan la autoridad de la leyes constitucionales, y procurando envilecer y hacer despreciable a los ojos del pueblo, el poder, la dignidad y las personas de los magistrados, incitan a la desobediencia y al trastorno del orden, infundiendo la agitación y la violencia en todos los espíritus, y soplando la discordia, el odio y la guerra civil entre los habitantes de la república […]” y por lo tanto, ordenaba su inmediato arresto y traslado a San Juan de Ulúa (Veracruz) y a San Diego (Acapulco) para que allí fueran puestos a disposición de los jueces. La justificación de estas arbitrariedades se encuentra en el mismo escrito al señalar que quien opinara contra el gobierno abusaba de la libertad de imprenta y, por lo tanto, cometía los delitos de alta traición contra la patria, de conspiración contra el supremo magistrado de la república, de incendiario de ahí que renunciaba a los derechos fundamentales, colocándose fuera de la protección constitucional -en ese caso, de las Leyes Constitucionales de la República Mexicana (1836)-. El 2 de agosto de 1839, esta Circular fue declarada nula por el Supremo Poder Conservador y, en consecuencia, los periodistas fueron liberados; una acción que debe reconocerse a este órgano de control político de constitucionalidad, ya que constituye el primer precedente de límites al poder ejecutivo en materia de libertad de expresión en nuestro país. 

Han pasado ciento ochenta y tres años de esta Circular, sin embargo, parece que en el discurso no ha sucedido tanto tiempo. La embestida del titular del Ejecutivo en contra de periodistas que no concuerdan con su visión de las cosas guarda semejanzas narrativas con expresiones como traición a la patria, abuso de la libertad de imprenta, trastorno del orden, difusión de la violencia, la discordia y el odio y otras que pueden resultar sinónimas… pareciera como si la pierna de Santa Anna resonara en los pasillos del Palacio Nacional. Aunque si me preguntan, cuando se trata de la protección y la defensa de la libertad de expresión, yo prefiero escuchar los ecos de independencia de los miembros del Supremo Poder Conservador en el Número Dos de Pino Suárez, como sucedió recientemente en el juicio de amparo promovido por Sergio Aguayo ¿Usted qué opina?

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