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ADIÓS A FROYLÁN LÓPEZ NARVÁEZ

Contracolumna

JOSÉ MARTÍNEZ M.

Los últimos años de su vida los vivió como un capitán en una isla navegante recordando fabulosos parajes del tiempo.

Disfrutaba del aire libre, como fue siempre libre. Nada lo ataba a nada.

Recuerdo uno de nuestros encuentros en su casa. Era día de su cumpleaños y había un centenar de invitados. Durante algunos años festejaba la fecha de su nacimiento en los principales salones de baile, otros tantos lo hacía en su casa, como esta vez en la que nos encontramos muchos de sus amigos, principalmente algunos periodistas y escritores que fueron sus alumnos en la UNAM.

Llegué con dos botellas, una de bourbon y otra de güisqui. Entre Ignacio Trejo Fuentes y José Gordon y yo le dimos crank a de varios lingotazos a las bebidas. Nuestro anfitrión tenía una enorme reserva de tragos para nosotros.

Froylán López Narváez repartía abrazos a los amigos y terminó esa noche borracho de tanto amor en las venas cuya sangre corría como el vino en un encuentro de cosacos.

Conocí a Froylán a mediados de los ochenta. Tenía un prestigio como periodista, principalmente como articulista tanto en el viejo Excélsior y Proceso. Lo busqué porque en su juventud había estudiado en la Preparatoria Número Uno, en lo que fue el Antiguo Colegio de San Ildefonso en el Barrio Universitario. Froylán había sido condiscípulo de Carlos Slim Helú e incluso llegaron a recibir enseñanzas de los mismos maestros aunque los dos mantenían vocaciones e intereses distintos.

Le pregunté si recordaba cómo era Slim como estudiante.

Slim era un mamón, era el rico de la Prepa. Nada que ver con la mayoría de nuestros compañeros. Slim era arrogante y exquisito Dijo Froylán.

Nunca fuimos amigos… alguna vez nos encontramos en el camino y nos saludamos. Nada más Froylán pidió otro ron. Es que vengo muy tenso. Jamás volvimos a hablar del multimillonario. Froylán cambió la conversación y me habló con dulzura de la rumba.

A partir de entonces me hice amigo de Froylán quien vivió comiendo y bebiendo a lo señor.

Con Froylán siempre había espacio para la conversación en cualquier lugar en el que nos encontráramos. Su charla sobre música, viandas y vinos era pegajosa.

Comíamos en el Bellinghausen de la calle de Londres en la zona rosa. Un restaurante centenario que abrió sus puertas en plena revolución. Su fundador Pancho Bellinghausen fue cocinero de Porfirio Díaz y cuando el dictador partió rumbo a Europa en el Ypiranga lo hizo en un buque de carga alemán. Allí en las paredes del restaurante hay un par de cuadros con portadas de algunos libros de Froylán y su firma sobre una servilleta de tela blanca.

Me duele decirlo, pero se tuvo que morir mi querido amigo para enterarnos de lo que había vivido y qué había hecho y cuánto valía su vida ya terminada.

Froylán era oriundo del pueblo minero de las Charcas, en el altiplano potosino. Él tenía once años cuando su familia emigró a la Ciudad de México, su padre Fernando López que tocaba el violín aprendió el oficio de mecánico y no dudo en jalar con su esposa Sara y el pequeño Froylán en busca de un mejor destino. Llegaron a la mítica colonia Portales donde vivió gran parte de su vida.

Dos de sus mejores amigos, fueron Julio Scherer García y Carlos Marín, quienes compartieron juntos grandes momentos en la revista Proceso.  

Una noche recibí una llamada inesperada del maestro Froylán para invitarme a grabar una entrevista para su programa Mi otro yo, que se trasmitía en Radio Educación.

Me pidió que hiciera un resumen de mi vida en 20 líneas desde mi propia perspectiva. Qué majadería Le dije. Cómo, hablar de mí mismo. Qué jactancia.

No recuerdo cómo estuvo la cosa, pero en esos momentos yo estaba medio ebrio escribiendo uno de mis libros y debía presentarme a las diez de la mañana en los estudios de la mencionada radiodifusora.

Le entregué el escrito que me solicitó y una lista de algunas canciones que más me deleitaban. Pensé en algunos boleros, pero me arrepentí y terminé por escoger algunas viejas canciones de Benny More y otras rumbas, creo que agregué la de Amor perdido que tanto fascinaba a Carlos Monsiváis y que a mí también me encanta.

El propósito de ese programa, me dijo Froylán era dejar constancia del registro de mi voz y mi experiencia de vida en un audio para la Fonoteca Nacional, donde se conserva y se difunde el patrimonio sonoro de nuestro país.  

Lo único cierto es que me quedo con la voz y la amistad de un periodista honesto cuyo principal amor, más que el periodismo, fue la academia donde sembró una infinidad de amigos por más de medio siglo como maestro universitario.

 

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