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Los pajaritos…

De memoria

Carlos Ferreyra Carrasco

Saco la cabeza para mirar desde mi cuarto de azotea, unos 70 metros abajo, como se encuentra el tráfico de vehículos, al frente, los verdes árboles que según los lunares que se entrevén en el follaje, pronto desaparecerán en manos y ambiciones inmobiliarias y a lo lejos las nubes y el cada día más extenso bosque de vecindades verticales.

Escucho, invariable, el mismo ritmo y las mismas notas, que me hacen imaginar que una vecina tiene una de esas jaulas electrónicas con pajaritos de baterías. Consuelo para solteronas y remedio para los habitantes de las minúsculas viviendas donde escasamente cabe el ocupante formal y quizá su compañera.

Un punto a favor: no tiene animalitos presa de la sevicia humana en la que no importan las condiciones si lo que quieren es algo que les de prestigio, los adorne y quizá hasta les permita ocupar su tiempo sin la necesidad de prácticas fifíes o aspiracionistas como la lectura. Así dijo Marx.

De los pájaros tengo mucha memoria. En la casa de la Soterraña en Morelia, dos accesos intercomunicados, una casa igual a la otra, una encima, la otra abajo un patio, no demasiado grande pero suficiente para que en vigas y arcos colgaran una decena de jaulas.

Todas iguales, de madera muy ligera, unida con alambres, un par de columpios, el bebedero y el recipiente donde se colocaba el alpiste, unos granos pequeños con cáscara.

Varias de las jaulas eran refugio de citos, unos bichos ligeramente regordetes, con un plumaje entre gris y café e indudablemente torpes. Si por accidente se dejaba abierta una jaula, lo más seguro es que el animalito se colocara en el rincón más lejano.

Cosa distinta de las otras avecillas, algunas de un amarillo vivo y otras con líneas sutiles de un rojo vivo. Todas estas se mantenían cantando, quizá llorando su desgracia, vivir y morir en ese estrecho encierro, viendo la inmensidad del azul del día y el rojo sangre de los atardeceres.

Los citos se mantenían callados y recuerdo alguno que se atrevió a volar en torno al patio, para terminar azorado en el borde de los múltiples macetones donde mi madre, María Elena, cultivaba con fervor casi místico, las palmas, la hoja elegante, los dólares y no recuerdo más denominaciones, pero en los maceteros, redondos, enormes y sobre una base igualmente construida con Tepalcatepec de loza blanca y trozos de espejos, diariamente y hoja por hoja, se les abrillantaba.

Este mundo maravilloso tuvo su tragedia, como sucede en todos los paraísos. Mi padre, Alfonso, regresaba de Puruándiro con su cuñado el doctor Maldonado. Transitaban por el camino de tierra roja por el que se empleaban seis o siete horas (hoy por camino pavimentado sólo son dos) cuando un gavilancillo decidió atacar al Chevrolet modelo 38.

Aguililla o gavilán, después de un par de estrellones contra el parabrisas se quedó en un alambre de telégrafos. Los dos indignados viajeros decidieron darle un escarmiento al avechucho.

Tras la descarga por Maldonado de un barril de su revólver, el animal ni siquiera se inmutó. Le tocó turno a mi padre que apuntó, disparó, y el agresivo pajarraco cayó al suelo. Con una cobija para impedir picotazos, lo atraparon y lo llevaron a Morelia.

Mi hermana Olga que tenía casi por vocación curar animales lesionados, recibió y observó al gavilancillo: un tiro en sedal, un ala rota pero ninguna lesión verdaderamente grave.

Olga se ocupaba de los perros que en la escuela de Medicina “operaban” los aprendices de matasanos. Capturaban canes callejeros, los dormían y luego les extraían algún órgano. Los cosían y sin más los echaban a la calle.

Curioso, cuando mi hermana se hizo cargo del avechucho, no hubo problema. Mientras con otras cercanías el animal graznaba, emitía rugiditos sordos y se revolvía dispuesto a picotear al extraño, a su curandera la dejaba hacer, revisarlo y vendarle el ala pegada al cuerpo.

Desde luego casi lisiado, a nadie preocupaba el animal, que brincaba de una maceta a otra. Cuando se acercaba a las jaulas, se armaba el mitote, los pajaritos revoloteaban dentro, silbaban y hacían ruidos que nadie confundirá con cantos alegres.

Un día la curandera dictaminó que el pajarraco estaba curado. Lo liberó de su venda, lo hizo ejercitar movimientos, desplegar el ala lesionada y quedó en la relativa libertad del patio.

A veces arrastrando el miembro lesionado, pero igualmente usándolo para recorrer todos los espacios internos, nos olvidamos de su existencia… hasta ese terrible día en que doña Elena salió de la casa y apenas un par de horas después, encontró a uno de los citos con un ojo colgando y al gavilán tratando de meter la cabeza entre los frágiles barrotes.

El resto de los reclusos estaba en el terror total estrellándose contra las paredes de sus jaulas, chillando; después de ver a mi madre algo le dijo al agresor que era el mejor momento para desaparecer. Alzó el vuelo y nunca más supimos de él.

Los cantores quedaron mudos. No volvieron a silbar y la solución fue llevarlos y colocarlos en los árboles que rodeaban el establo donde teníamos las vacas.

Para desazón de mi madre, mi padre la advirtió que esos bichos prácticamente habían pasado en cautiverio su vida. Quizá en libertad no sabrían cómo sobrevivir…

La foto es de un cóndor, el rey de los pájaros.

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