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Pahuatlán, la magia…

De memoria

Carlos Ferreyra Carrasco

No hay duda, infancia es destino. Lo digo porque desde que desperté a las letras, aparte de las fantasías Salgarianas, de Verne o de Dick Turpin, me atrajeron las narraciones costumbristas, ésas que hablan de mi entorno, de la gente que conozco, de vecinos, amigos, y de quienes miraba pasar y por costumbre ya olvidada, saludar.

En la cabeza, inolvidable, la Navidad en las montañas, La muerte tiene permiso, ¿Oyes ladrar a los perros? Y no se diga las narraciones de los peregrinos, el recuento de sus penas y los desafortunados finales, porque parece el sino de los humildes, siempre la tragedia.

Mi escritor predilecto, por el que siento verdadera devoción, se llama José Rubén Romero. Sus narraciones tienen para mi muchos valores, partiendo del hecho que en Tacámbaro de Codallos fue vecino de mi madre y de Amalia Solórzano, las que vivían en casas situadas en los portales.

Romero tenía una tienda de abarrotes a un costado creo que de la Presidencia Municipal; en el portal de enfrente mi abuelo Rafael Carrasco Sierra, regenteaba la imprenta con su nombre, sitio en el que vio la luz la ópera prima del escritor, un libro de poemas que sucumbió al fuego muchos años después cuando mi madre, doña Elena, nos sorprendió a mi hermano Alfonso y a mi leyendo obras francamente porno que no sé de dónde las obtuvimos.

Eso no nos desalentó. Ya en edad de merecer, como dicen las jovencitas pueblerinas, nos encontramos con las novelas de Romero, ya superada la etapa del tendero y en tareas diplomáticas.

Apenas al hojear las memorias de su pueblo, el novelista nos hizo saber del tío abuelo de apellido Barajas, un hombre muchísimo muy moreno que acostumbraba el uso de trajes albos, malvadamente decían que parecía mosca en leche.

Entre los personajes mencionados, está el boticario de Sahuayo, don Salustio Amezcua a quien conocí muy anciano. Éramos amigos con Tuto, su hijo. Así varias otras personas a las que conocí, aún fuera por referencia.

En este emocionante teje maneje de recuerdos del lar natal, localicé dos relatos cortos o cuentos largos, en edición del autor, Ricardo Augusto Trejo Hernandez. Son remembranzas de su adorado pueblo mágico, Pahuatlán, un ensueño casi perdido en la espesa vegetación de la sierra norte de Puebla.

Los escritos no buscan competir en el mercado literario. Son relatos sencillos pero con enorme carga de emoción. Se refieren a personajes que marcaron la vida de quien hoy es contador público y cabeza de una familia muy industriosa.

Un hombre que nunca olvidó sus orígenes y que siempre tiene la mano extendida para ayudar a sus paisanos. Un dato: casi como norma habitual, hace ya algunos años comenzó a traer a jovencitas a las que con apoyo de Carolina, su esposa ingeniera, y de María Elena, hermana y también contadora, emplean en el negocio familiar, condicionadas a estudiar una carrera profesional.

Como es natural, de ese apoyo hay un nutrido número de jóvenes egresadas de Politécnico y hoy empleadas en otras empresas.

Detallar las novelas cortas sería muy prolijo. Basta con señalar que contienen recuerdos imperecederos del joven pueblerino que llegó a la capital de la mano de su padre, don Francisco, por cuyo empeño cursó la carrera en el Poli.

Para quienes somos adoradores de los mensajes simples, de los relatos sin florituras ni retorcimientos, en la mejor de las tradiciones de nuestros cuentistas, son de gran atractivo, interesantes y bueno, deberían de servir como punto de referencia para no dejar morir nuestra novelística tradicional.

Ojalá y otros más nos deleiten con las memorias de sus pueblos, tan llenos de tradiciones…

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