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COLUMNAS

El eterno Chayo

De memoria

Carlos Ferreyra Carrasco

El presente es sólo un recuerdo de hecho, no es auto de fe y el que lo quiera aceptar así, bien, el que no que vaya a Chi…huahua a un baile.

La anotación es válida porque en verdad cansan esos descerebrados que carecen de vida propia, de experiencias para contarlas y sobre todo de educación y no me refiero al Manual de Carreño sino al más elemental curso de bolitas y palitos.

Cada ocasión que uno de estos seres acomplejados se topa con una narración de algo que en sus sueños desearía haber protagonizado, para intentar manchar a quien escribe, berrean, ladran, rebuznan o regurgitan los alaridos: chayotero.

Nada logran salvo mostrar su impotencia por nunca haber significado algo como informador. O por siquiera logrado un cargo como hueso en una redacción, así haya sido en el New York Times de Tingüindín o Le Monde de Pendenjícuaro.

Mi primer contacto con esa noble y virtuosa práctica de corrupción fue después de varios años de trabajar en el extranjero y de residir con familia un año en Cuba y solitario, en Argentina. Ya había pasado por Colombia, Ecuador, Perú, Chile, con periodicidad mensual en distintos pases de América Central. Hubo otras experiencias pero volvamos a lo nuestro.

Aceptado como reportero de la Segunda de Noticias en Excélsior, recibía mi orden de trabajo antes de las nueve de la mañana. Corría a cubrir el acto, la conferencia o lo que me fuese asignado y antes de las dos de la tarde debía haber entregado mi texto.

Acudí en varias ocasiones a recoger declaraciones de funcionarios en dependencias públicas. Casi siempre coincidiendo con Jorge Coo, un periodista que igual, residió tiempo largo en La Habana.

A Jorge le llamaba la atención que tras participar en la reunión, me anotara en una hoja que circulaba el correspondiente jefe de Prensa, y luego salía pitando a la redacción.

Un día me preguntó por qué me anotaba y luego me desaparecía. Respondí que seguramente era una constancia de donde, probablemente, aparecería la información.

Sonriendo me explicó que era la “talis” o lista de los chayos. Y que el mío seguramente pasaría a integrar el patrimonio particular del funcionario de Prensa. Nunca más me volví a anotar.

Debo mencionar que entre salario, beneficios repartibles y no recuerdo qué más, los reporteros, aún como empleados de la cooperativa, gozábamos de una muy buena percepción. No necesitábamos más.

Tuve la fortuna de siempre tener salarios decorosos, por ejemplo en El Sol percibía poco más que el director y en mi brinco al naciente Unomasuno, me integré a un equipo periodístico que era el de más altos emolumentos en el país.

Cuando me fueron asignados gastos, cubría la Presidencia, era por acuerdo con el director que en ciertas ocasiones me otorgaba recursos como viáticos y otros, especialmente en viajes fuera de México.

Así caminé sin pensar en el chayo y un día caí como jefe de Prensa del Senado, respaldado por el periodista Paco Rodríguez. Consta a quienes cubrían la fuente, mi primer decisión fue suspender tal costumbre. Expuesta mi decisión ante el lider Antonio Riva Palacio y el senador Patrocinio González Blanco, estuvieron de acuerdo pero pidieron mucho cuidado por la reacción de los reporteros.

Manifesté mi opinión de que los periodistas cumplen con su responsabilidad y ninguna cantidad en dinero cambiaría el resultado de su trabajo. Algo más: expliqué que algún día regresaría a los medios y quería ver de frente a mis compañeros de oficio.

Como alternativa pedí la entrega de recursos para emergencias. Así, cubrimos los gastos funerarios de un compañero al que mataron un hermano, o los gastos por el alumbramiento primerizo de la esposa de otro compañero.

La cuota de mantenimiento de quien hoy es un importante columnista y así varios hechos más con los que, creo, dimos paz y tranquilidad a los periodistas y sus familias.

Se trataba de solidaridad humana y de ninguna manera de cohechos.

Nunca y eso pueden certificarlo quienes estuvieron en esos tiempos en el Senado, se les ocultó un incidente noticioso lo que nos permitió sostener un agradable y respetuoso clima de trabajo. A pesar de la ausencia de chayo.

Llegué un día encargado de prensa nacional a Los Pinos. Los más desgraciados ocho meses de mi vida laboral. El ocupante de la residencia era Ernesto Zedillo Ponce de León. Petición frecuente de cambios en las notas en manos de los periódicos, diálogo cotidiano con los directores, el mejor, Roberto Rock, que con voz festiva y antes de que le dijese nada, me preguntaba ¿y ahora que, don Carlos?

Parte de mi acuerdo laboral era no tener nada que ver con los chayos. Condición aceptada porque los funcionarios pensaban que por ese medio metían a los reporteros en un puño, eran los dadores de bienes.

Pero un día me ganó el Diablo, la curiosidad y en cierta emergencia acepté entregar los sobres del mes. La verdad es que quería saber quiénes y cuánto.

Vaya asombro. Si esa lista trascendiera, encontraríamos en ella a casi todos los chayoteados de hoy, los indignados pejiasnos que vociferan contra un pasado que protagonizaron pero que muy convenientemente olvidaron.

Quizá algún día, De Memoria… no sé.

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