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Se le murió el bicho, pero también se le murió el cuerpo

Diógenes el Cínico

Jesús Ramos

Huele horrible y los asistentes a las honras fúnebres saben por qué. En el ataúd yace el difunto con una mano sobre la otra descansadas sobre el pecho, jamás confió en los políticos y menos en los gobiernos, ni en el de ahorita ni en los de antes.
Don Miguelito fue buena gente de vivo pero lo es mejor de muerto; el color gris maquilla su rostro curtido por las faenas del alba al ocaso; es notorio que ya nada le mortifica, ni los pagos chiquitos a Elektra de la última pantalla sacada en abonos.
La nutrida fila de dolientes compungidos que se despide de él se estrena en la banqueta de la calle, parte en dos mitades casi iguales el patio de los abuelos –enlonado por las lluvias de estos días–, serpentea por la puerta principal de la casa, en cuyo arco cuelga el listón negro del adiós, y finaliza frente a la caja de madera tan lindamente barnizada.
En las cifras oficiales de los gobiernos de aquí cerca, la muerte del muerto no engrosa las estadísticas del Covid, la explicación es simplona, no recibió ayuda del sistema hospitalario del estado; cuando llegó, le dijeron para alegría suya que “en casa y con un tanque de oxígeno le atenderían mejor y se libraría rápido de las garras de la pandemia”.
Y así fue, el bicho se le murió pero también se le murió el cuerpo.
El último de los dolientes de la fila acaricia con la palma de la mano el féretro con el muerto expuesto, toquetea sus ropas, estalla en llanto y finaliza la triste escena posando los labios donde Jesús fue crucificado.
–No tengan miedo de acompañarnos al velorio –hizo correr la voz doña Felipa, viuda de don Miguel, a familiares y conocidos–, mi esposo no murió de Covid, murió de un infarto, el pobre no pudo respirar después de la fiebre de tres días seguidos, cayó de repente y ahí quedó, sereno y tranquilo –como si a nadie debiera.
El doblar de las campanas de las iglesias de San Andrés Apóstol y del Sagrado Corazón de Jesús, en la cuna bendita del gran Melquiades Morales, a veces coincide a veces no, todo depende de la hora en que el creyente abonó la misa para el difunto que en estos tiempos de pandemia se multiplican como la mala yerba en tiempos de agua.
Don Miguel jamás se dio por enterado de alguna campaña publicitaria gubernamental con contenidos de sana distancia o de uso de cubrebocas, y cuando al gobierno poblano le vino el veinte del peligro que acechaba a la población, ya estaba muerto él y 3 mil más (hoy casi 4 mil).
A don Miguel, igual que a muchos, le quedó claro la existencia del bicho demasiado tarde. “Es cosa del gobierno, nos quieren espantar” –carcajeaba en los partidos llaneros de beisbol con la cerveza bien fría en la mano–.
El dolor de los hijos y nietos del muerto es fuerte, tanto, que su partida no la compensa nada ni nadie. Tanto, que el llanto sigue brotándoles a sus querientes en la misma cantidad que la primera llorada. Tanto, que el tremendo olor del bicho que le descompone el cuerpo no les doblega la voluntad ni la cercanía de esos últimos minutos con los restos del que se fue amado.
En la velada de café hirviente de olla y pan de pueblo, se supo y se repitió que entre hijos, hijas, nueras, yernos, nietos y bisnietos la dolencia alcanzó no menos de ochenta corazones familiares. Los de abajo suelen ser así, numerosos, luchones, querendones y unidos. Esa noche el cielo lloró como nunca, señal divina que Dios derramó lágrimas sobre ellos.
A la semana siguiente murió doña Felipa, esposa, compañera y cómplice de don Miguel, igual, de un infarto, tampoco fue considerada en las estadísticas del bicho, después falleció la nuera y otro hijo, y es que en los pueblos de Puebla siguen muriendo de neumonías atípicas, diarreas, infartos y diabetes, coinciden en los velorios los familiares de los muertos que se apestan rápido.
Hoy en la radio se escuchó a alguien importante presumir que la red hospitalaria de Puebla jamás, jamás colapsó por la pandemia, vaya notición.

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