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En el tormento de las drogas y la destrucción de sus neuronas, así abundan vagoneros

Socorro Valdez Guerrero

Sentado en el piso, en la inconciencia total. Tal vez más afortunado que el resto de nosotros que éramos, sin querer compañeros de viaje. Nos platicaba, sonreía y cuando había música, hasta bailaba.

Muchos hacían no verlo, no sentir su presencia, no escuchar su risa y menos su infortunio. Otros, lo miraban de reojo, unos más preferían evadir que existía, pero ahí estaba sin que el menosprecio simulado le pareciera importarle.

Seguía su plática, fijaba su mirada y se quejaba por no haber desayunado y tener que ir a vender a “La Merced”. Sacaba la ropa, la ofrecía a los presentes, pero todos seguían con su abstracción ficticia.

Miraban a otro lado, nunca hacía él. Llegamos a la estación del Metro Iztapalapa y ahí subió otro que se unía a su misma condición, a su misma inconciencia, y no sólo a eso, a su misma fragancia. Compartían el mismo gusto por ese olor, por aquello que a los demás generaba una mueca de rechazo, pero igual les inundaba la nariz.

Aquel era un usuario más, igual que nosotros; el otro, su compañero de gustos, un vagonero que después de inhalar hasta el fondo, sacó su mercancía y comenzó a gritar fuerte ¡A cinco pesos, a cinco, lleve sus libretas con pluma! Uno, ocultaba el producto de su gusto en ánfora de Bacardí color ámbar; el otro, en un tubo de lunetas, tan rojo como la vergüenza, que no sentían al oler su buqué. Ambos, primero lo agitaban y después destapaban para darse gusto. Lo llevaron a la nariz e inhalaban sin recato.

Se vieron y en en señal de saludo, de complicidad, chocaron los puños. Había comprensión mutua a su perdición. Los observaba y mi mente, sin emitir palabra decía: ¿Dónde están los programas contra las adicciones? ¿Dónde la vigilancia del Metro? ¿Dónde, dónde esa ayuda?

El Metro seguía su recorrido, y el vagonero su venta. Bajaba, subía, gritaba. Hacía efecto la inhalación constante y su compañero de gusto por el PVC, sentado y riendo, sacando y metiendo sus pertenencias. Observando a los usuarios, platicando con ellos sin que lo escucharan. Sin que lo tomaran en cuenta.

Para mí era tarde, iba con retraso, como siempre, pero ahora el convoy era más lento. Afuera azotaba lo que nos tocaba de “Ingrid y Manuel”, los huracanes que en otras regiones devastaban. Adentro, compartíamos una parte del olor al PVC.

Ese olor invadía todo y amenazaba también con sumirnos en la inconciencia, pero había que llegar cuerdos cada uno a su destino. Unos, no sé a dónde, yo a la cita que desde hacía un mes era obligada. El tiempo acortaba, quedaba poco más de un mes y aún no sabíamos cuánto era el avance, pero ¡Ahí, viene, ahí viene!, taladraba en mi mente, y ese olor de PVC, seguía entrando por mi nariz.

La imagen de ese joven y la de mi destino, para el ¡Ahí viene, ahí viene! Una frase que pocos entenderían. Era esa que identificaba al grupo. Que nos identificaba para comunicarnos, para enlazar el diálogo entre los seis y hablar de los pormenores, de esa nueva edición para unir al gremio.

¡No! Aunque parecía, no me había hecho efecto el PVC, pero la cabeza dolía. Sumida en mi inhalación involuntaria. Ellos me esperaban como siempre en “La Colonial” –frente al PRI/nacional-, una cantina que se había convertido en nuestra oficina para la fiesta.

Tal vez, pensé, ya los animaba un trago, a mí, el olor amenazaba mí conciencia y mis neuronas. Y ¡Las amenazaba de verdad!, porque aquel flacucho, con 23 años menos que yo, playera que dejaba ver sus tatuajes en ambos hombros y múltiples collares al cuello –San Judas Tadeo, la Santa Muerte, un rosario y escapulario-, decidía sentarse a mi lado.

Me compartía más cerca su olor, me invitaba a “disfrutar” su gusto por el PVC, me sonreía, y de inmediato, volvía a levantarse y regresaba al suelo, a mirarme, a colocarse frente a mí. Todo el tiempo hacía lo mismo. Pararse, golpear con los puños el cristal y sentarse.

Volteaba a ver a todos y a mí me volvía a sonreír, le regresaba el detalle. Lo acusaban, y ¡Pum! La puerta cerró. “¡Jajaja, pinche vieja chismosa, ni la molesté y fue de chismosa, pero ya no me pescó el vigilante!”, se burlaba, me vio y volvió a sonreírme, a bailar, a golpear el cristal y a sentarse en el piso.

Desde su lugar, un póster de Heberto Castillo –fundador del PMT- que parecía mirarlo y para sus adentros ¡Pobre México, pobres jóvenes, pobres políticas públicas preventivas, pobre abandono contra la adicción, pobre ciudad! Seguía mirándome y hablando para todos.

Sin saber por qué, de inmediato cambió la expresión de su rostro. Su mirada se tornó agresiva, su risa enojo. ¿¡Qué ves sus cosas; déjala, es su escrito, yo por eso me quité de ahí!? Ese joven, que contrastaba con él en todo, y se había sentado junto a mí, desencadenó su irá por voltear a ver lo que escribía.

Él recibió todo el rencor de su vida sumida en la droga. El joven, sintió miedo; su cuerpo ligeramente tembló, lo sentí, pero no dijo nada.

Hizo que no vio, que no escuchó, pero aquel seguía con su recriminación. —Yo, me tengo que partir la madre para sobrevivir, tú, se ve, eres hijo de papi. Y si lo parecía, bien vestido, buen teléfono, buena camisa. Contraste total entre uno y otro. Mi compañero de viaje ni volteaba, perdía su mirada en la nada y el otro, seguía con el insulto.

A mí, me advertía: ¡Güera!, no tengo nada que hacer, antes iba a “La Merced”, y ahorita te voy a cuidar, te voy acompañar, no te pasará nada.

Y cumplía su promesa, me cuidaba, vigilaba que nadie volteara a mirar mí libreta. Se mantenía al pendiente. Mi compañero de asiento ni se movía, parecía no respirar, no quería desencadenar su enojo, pero su aspecto en sí, lo insultaba.

Ese pasajero le sacaba rencor. Salía a flor de piel su odio. Un odio que lo empujaba plantarse frente a él, y advertirle ¡Ni la veas, déjala está escribiendo! Los demás usuarios tampoco se movían, tampoco decían nada, parecían no escuchar ni ver.

Aquel respiró aliviado, dejo escapar el aire, suspiró. Mi defensor bajó, pero sólo por un momento y volvió a subir, volvió a prometer ¡Te voy a cuidar! El otro volvió a permanecer inmóvil. No movió nada y él, me siguió.

Cumplió su promesa, me cuidó hasta Bellas Artes. Me escoltó a las escaleras. Los otros, también no dijeron nada, guardaron silencio. Me despidió, agradecí su atención, su gesto, y le sonreí. Los demás me miraban extrañados. Me dio tristeza.

Me hizo reflexionar en mis adentros: ¿Por qué no hablar con él? ¿Por qué no decirle ¡Gracias!? ¿Por qué menospreciarlo? ¿Por qué causarme miedo?¿Miedo? A unas autoridades inmóviles, igual que aquellos usuarios, que hicieron no ver, no oír. Miedo, a unos vigilantes que sólo lo hubieran maltratado y hasta quitado lo poco que trajera.

Miedo, a un Joel Ortega, (director del Metro en 2013) que ni sabe lo que pasa al interior de un convoy.

Miedo, a quienes prefieren ignorar una realidad, a quienes hacen que no pasa nada, a quienes hacen que no ven, a quienes guardan silencio y acallan problemas; a los que sin drogas, cometen abusos. ¡A esos!, sí, a esos, son a los hay que tenerles ¡Miedo!

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