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El Legrado y el riesgo incesante de la muerte

Socorro Valdez Guerrero
Sofía estaba tirada en la cama del hospital, despreocupada aparentemente, porque el procedimiento que le practicarían no era de mayor riesgo. A nadie comentó, pero un mal presentimiento invadía sus adentros.
Llegó desangrándose a urgencias del Hospital “Nuevo Durango”, acompañada sólo por
sus dos menores hijos. Su esposo las alcanzaría después. Esa era la tercera vez que estaba ahí y la segunda que la programaban para un legrado, porque la suerte no estaba con ella.
Ella se sentía triste, débil y sin interés, pero no sabía por qué; se lo achacaba a la enfermedad de su madre y a la depresión que a ésta le invadía y que la llevaba poco a poco a consumir su propia vida.
Miranda, una joven doctora que tenía aspecto de provinciana la llamó para la revisión ginecológica.
¿Cuánto tiempo llevas así?, le preguntó –tres meses doctora-, le contestó Sofía.
¿Ya le dijeron qué tiene?, esto no es una urgencia, le inquirió en un tono agresivo al momento que uno de sus dedos de la mano derecha golpeaba el ultrasonido vaginal de Sofía.
¡Vea esto, vea esto!, ¿Sabe qué es…sabe qué es? Su matriz no sirve, tiene quistes y por eso está usted así, ¿Ya se lo habían dicho?, hay que quitársela, ya no le sirve y sólo le da problemas, insistió en tono agresivo la especialista.
Sofía se puso en guardia, dispuesta a defenderse, sentía su dignidad herida, se sentía lastimada por tan poco tacto y sobre todo de otra mujer.
“Usted es la ginecóloga, no yo, me ofende que quiera que le interprete esa radiografía, pero
qué estudios o análisis ha hecho para asegurar que debo quitarme la matriz.” Le espetó molesta.
-Sólo le digo, que matriz que no da hijos, sólo da problemas o cáncer, usted escoge.
No sé si tenga pareja ni cuántos hijos ¿Pero tiene 45 años, quiere tener más?, entonces, lo que le queda es la Histerostomía, o sea, ¡Quítese esa matriz! No sé qué tanto espera, porque
hasta anémica está.
Ambas, especialista y paciente, se enfrascaron en una discusión. Una defendía sus conocimientos de ginecología, la otra su dignidad pisoteada. El tono agresivo de la ginecóloga la molestó, pues no tenía ningún trato humano para hablar de una operación de ese tipo.
Estaban en el intercambio de palabras cuando llegó el doctor Espindola. Vio a la paciente y la recordó –ahora está más pálida que la vez pasada-. De inmediato ordenó: “¡Desvístase de la cintura para abajo!”. La orden era tajante, sin cambiar el tono agresivo que Sofía
escuchó todo el tiempo.
Ella obedeció de inmediato, se subió a la mesa de exploración y abrió las piernas. Un par de dedos entraron por su vagina y salieron sangrantes. “Le vamos a hacer un legrado”,
secundó Miranda.
Afuera las hijos de Sofía esperaban pacientes la salida de su madre, no sabían lo qué pasaba en ese consultorio. Sofía salió molesta y encontró a Pedro su esposo, le comentó el
incidente y procedieron a llenar y llenar documentos.
Firmaron otros, y uno en particular molestó nuevamente su lesionada dignidad. En el pedían que aceptaran que si ella necesitaba transfusión sanguínea sabían los riesgos de un contagio. ¿O sea, me resuelven un problema, pero me pueden generar otro, que me contagie de Sida o Hepatitis, no se supone que la sangre que ponen debe ser 100 por ciento segura?
Yo no firmo nada, porque no estoy de acuerdo, dijo a la encargada de la administración. Lo tiene que firmar, exigió, pues todos lo hacen, reviró, y ustedes son los únicos que leyeron el documento, todos lo firman sin leerlo, insistió la empleada. Ambos se vieron y rayaron esa parte en señal de desacuerdo.
Sofía fue llevada a su cuarto, el 302, y ahí esperó a que la sacaran en una camilla para el quirófano. A las cuatro de la mañana entró. El procedimiento, dijeron, no duraría ni quince minutos, y así fue.
Las luces del quirófano la impactaron; sus piernas comenzaron a temblar, pero le pidieron
subirlas y abrirlas. Se las amarraron para que no se moviera. Vio al médico cómo introducía sus dedos nuevamente en la vagina, al momento que recibía por las venas la anestesia. De inmediato sintió como todo le daba vueltas y un ardor recorría por sus venas del brazo derecho.
Se lo dijo al anestesiólogo, y este aplicó una nueva sustancia al suero. Sofía no supo más de ella, hasta que despertó porque una brillante luz la cegaba; le daba directo en el rostro, pero no le importó, abrió los ojos y vio con agrado, varios rostros, era la gente que amaba.
Todos la esperaban con una gran sonrisa y los brazos extendidos. Ella sentía como su cuerpo aún flotaba, pero no le importó, fue hacia ellos, pues se trataba de su padre, su hermano y sus abuelos, sus seres queridos que habían muerto hacía más de 14 años. No lo veía, ella también estaba muerta.

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